domingo, 22 de octubre de 2017

ILUSTRACIÓN DEL RELATO DE AÍDA HERREROS ARA




La peregrinación de los árboles
                                                         (Para Sara, César y Aída)

Hace miles de años, cuando aún los árboles no eran seres petrificados sino Seres Vivos, en el auténtico sentido de la palabra, se produjo -por causas desconocidas- una migración de todas las especies:

Las hayas, con sus patas de elefante, como si llevaran las botas de Pulgarcito, iban abriendo camino, extendiendo los brazos en horizontal para no golpearse contra las peñas.

Detrás, en procesión, sin orden ni concierto, le seguían los abedules, los más rápidos, moviéndose ligeros como bailarinas o una corte de hadas.

En la cola, los árboles de crecimiento más lento: olivos centenarios, llenos de arrugas; los acebos y las acebas, con sus bayas rojas al viento; tejos y tejas; los cipreses enhiestos, encinas, alcornoques...

Verlos cruzando montañas, ríos y valles era más asombroso que la peregrinación de los animales salvajes por la sabana africana o la de los bisontes en Norteamérica en tiempos de los indios cherokis.

Nadie sabe el porqué de la larga marcha. Algunos se quedaron por el camino, y fueron colonizando grandes extensiones de la taiga o de la tundra. Otros accedieron, transformados en arbustos o en plantas diminutas, a las cumbres más heladas de las montañas, donde soplan vientos gélidos y gimen las tormentas.

Uno, un serbal de cazadores, se quedó en mi jardín. Venía de las  tierras altas  de Escocia y tenía ganas de conocer el viento sur y los calores del mediterráneo.
Era amigo de los cuervos, quienes en otoño le aliviaban de la pesadez de sus frutos. Ellos le traían noticias de las Highlands, entremezcladas con música de gaitas.

En el jardín, pronto entabló relación con los espinosos majuelos, que se llenaban de flores blancas en primavera; y con la retama olorosa, los avellanos y los robles. Aprovechaban las ráfagas de viento para enviarse como regalo aromas, flores y frutos. También se contaban chismorreos de lo que acontecía en jardines vecinos: el tejo centenario que unos nuevos inquilinos habían talado sin ninguna piedad; el jardín del perro Boecio, transformado ahora en un patio de cemento con rampas de acceso, o incluso los nuevos árboles que habían plantado en la ampliación del cementerio, blanco y calentito, a las afueras del pueblo.

El serbal se sentía muy feliz de haber llegado a ese lugar en peregrinación. Su viaje había terminado...por ahora.


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